31/01/2011

Una bombilla esta encendida.

En alguna parte, algo resiste, algo insiste. Una bombilla ilumina discretamente hace mas de un siglo el subsuelo polvoriento de un lugar dedicado a todas las urgencias: el cuartel de bomberos de la ciudad de Livermore en California. Pero, cosa extraña, no es a la luz de su sorprendente longevidad que esta bombilla alumbra su singularidad; solitaria, irónica, su destino es un error de su creación, un olvido... Vestigio incongruente de la revolución que aportó la electricidad, esta bombilla es una superviviente: viva por anticipación a la política de la obsolescencia programada que a partir de los años 1930 en USA, impuso a los objetos comercializados por la naciente sociedad de consumo una fecha de perención ineluctable, este frágil resplandor de un destino interrumpido pone de manifiesto con su débil incidencia, la perversidad de una mecánica que en filigrana, hoy, parece regir una gran parte de los gestos de nuestra cotidianidad.

Esta empresa mundial de industrialización del destino de los objetos, porque aumenta a la inversa la escalada del progreso técnico y porque aúna esfuerzos en la programación del deterioro, revela insidiosamente las perspectivas fijadas por una sociedad que reactualiza en permanencia tanto sus productos como sus esperanzas, llevada por el fantasma de una mecánica deliberadamente atemporal, sin ninguna otra trayectoria posible que la de un bucle autoreferencial que gira en el vacío.

Es importante constatar desde este punto de vista que la relación con el tiempo, la aprehensión que hoy tenemos del presente, se encuentra considerablemente perturbada. Esta relación se funde en un crisol o mas bien, un agujero negro, donde la anulación permanente de toda reversibilidad posible consagra el aplanamiento de la realidad. Y en este maelström sin sentido, no queda distancia posible que permita de ella aprehensión alguna...

La saturación de datos y de información que soportes cada vez más desmaterializados nos transmiten, participa hoy en día en una estrategia uniformadora de la actualidad. Haciendo uso de la acumulación incesante para enmascarar la univocidad por la que se impone a la creencia colectiva, ésta última, converge en lo que Jean Baudrillard entiende por "la desaparición de la realidad". Esta constelación inhabitable donde ningún intersticio, ningún espacio de confrontación, de diálogo o de contradicción son imaginables, superpone a la percepción de la realidad, la autoridad indiscutible de su simulacro.

Consumos perpetuos de un instante que paradójicamente se degrada incluso antes de advenir, los gestos, que por extensión acompasan nuestra aprehensión de la realidad, parecen arrastrar como una reverberación inquietante, la traza de una relación a un mundo donde la reciprocidad esta definitivamente ausente. Esta deflagración constante de la apreciación del presente convoca, como un resorte esencial, una velocidad exponencial resultante de una aceleración del tiempo que se demuestra estratégica si escuchamos las consideraciones que destaca por Paul Virilio en su teoría de la dromología.

La entropía, esa ley de la termodinámica, revela que el tiempo consagra una trayectoria en dirección única que hace irreversible el proceso de transformación de la energía. De hecho, impone a la degradación progresiva de todos los sistemas, una irreversibilidad natural. Allí donde el efecto que el tiempo inscribe inevitablemente en el núcleo de desarrollo de todas las cosas inspiró a Robert Smithson obras estrechamente ligadas a la evolución del medioambiente en el que tienen lugar, la mecánica de la perención planificada y generalizada prohibe en adelante esta posibilidad. Y esto quizás, porque atestigua un proceso artificial que difiere constantemente, por el eterno retorno a "lo mismo", el término de nuestra confrontación al otro, al mundo y por extensión, al ciclo natural de la evolución de las cosas cuyo curso fijamos.

"Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma": la perspectiva abierta por Lavoisier en el siglo de las luces constituye, hoy en día, a la imagen de la incompatibilidad perpetua que generaliza el lanzamiento al mercado de software cuyo funcionamiento impone todo el tiempo la renovación de su soporte de lectura, una versión obsoleta, que ningún medio permite actualizar, o peor, reconocer.

A una sociedad donde el conocimiento y el progreso de saber y técnica tienden a descifrar el mundo por medio de grillas de lectura de cuyas leyes nadie es capaz de apropiarse, ha sucedido una sociedad, donde la encriptación perpetua arruina todo leve intento de sentido en el marasmo y la fatalidad de la lectura inmediata de una significación posible.

¿Como entonces habitar la entropía si no por fractura de esta dinámica cerrada que sustenta la negación de todo aquello que nos atañe (un futuro cierto)?

En algún lugar una bombilla reivindica la persistencia de su luz: no es suficiente para alumbrarnos?

14/02/2011

Una bombilla esta encendida.

En alguna parte, algo resiste, algo insiste. Una bombilla ilumina discretamente hace mas de un siglo el subsuelo polvoriento de un lugar dedicado a todas las urgencias: el cuartel de bomberos de la ciudad de Livermore en California. En el teatro del Odeón en París, cada noche, un regidor deja sobre el escenario desnudo lo que, según la jerga técnica teatral conocemos bajo la denominación de "Sirvienta": una bombilla sólidamente enroscada en la cima frágil de un asta. El halo de luz que esta dispensa en el interior de la sala apagada, a la vez con reserva y convicción, tiene como función velar el decorado durmiente que la noche teatral, este entremés mudo entre ambas orillas (la de la actuación y la del olvido), petrifica en una suspensión provisional. Lo que garantiza esta Sirvienta, además de la noche que vela por una próxima representación, tiene que ver con la continuidad simbólica, con un relevo de presencias que mantiene vivo pese a su débil incidencia, un poco como lo perpetuaban las llamas encendidas en los santuarios de la antigüedad. Gracias a su humildad y a su aparente insignificancia, esta Vestal anacrónica preserva un destello esencial dentro del hogar de nuestros sueños: esta que, milenaria, releva el milagro de nuestra presencia sobre este otro peculiar escenario que es el mundo.

Pero, cosa extraña, contrariamente a esta ultima, no es a la luz de su sorprendente longevidad que su homóloga americana alumbra su singularidad; solitaria, irónica, su destino es un error de su creación, un olvido... Vestigio incongruente de la revolución que aportó la electricidad, esta bombilla es una superviviente: viva por anticipación a la política de la obsolescencia programada que a partir de los años 1930 en USA, impuso a los objetos comercializados por la naciente sociedad de consumo una fecha de perención ineluctable, este frágil resplandor de un destino interrumpido pone de manifiesto con su débil incidencia, la perversidad de una mecánica que en filigrana, hoy, parece regir una gran parte de los gestos de nuestra cotidianidad.

Esta empresa mundial de industrialización del destino de los objetos, porque aumenta a la inversa la escalada del progreso técnico y porque aúna esfuerzos en la programación del deterioro, revela insidiosamente las perspectivas fijadas por una sociedad que no reutiliza sino que reactualiza en permanencia tanto sus productos como sus espacios y sus esperanzas, llevada por el fantasma de una mecánica deliberadamente atemporal, sin ninguna otra trayectoria posible que la de un bucle autoreferencial que gira en el vacío.

El pensamiento económico occidental se ha apropiado ese modelo mecanicista y ha postulado la reiteración infinita de la producción y el consumo en un sistema cerrado y auto-suficiente. El desarrollo sigue su carrera desatendiendo la lección de la segunda ley de la termodinámica: todo proceder que transforma la energía de una forma a otra produce una pérdida en forma de calor, haciendo crecer la parte de energía inutilizable. Las actividades económicas son un agente entrópico que acelera la disipación de energía y agota los recursos no-renovables, quebrando las ambiciones prometeicas del hombre al encuentro de una materialidad que creía controlar. El desarrollo a cualquier precio, que no deja de producir descartes, emprende involuntariamente un camino hacia el aplanamiento final en de la amorfidad y la indiferencia.

Es importante constatar desde este punto de vista que la relación con el tiempo, la aprehensión que hoy tenemos del presente, se encuentra considerablemente perturbada. ¿Se puede todavía considerar al tiempo como una dimensión creada por el hombre, que solo existiría en un universo aprehendido por su consciencia? ¿O podría acordarse-le, invirtiendo la situación, un papel de "creador" de estructuras complejas y de posibles (Ilya Prigogine), que inscribe al hombre en una corriente de irreversibilidad que le trasciende y donde será hoy uno de los fines? Esta relación se funde en un crisol o mas bien, un agujero negro, donde la anulación permanente de toda reversibilidad posible consagra el aplanamiento de la realidad. Y en este maelström sin sentido, no queda distancia posible que permita de ella aprehensión alguna...

Si tomamos la noción de tiempo como una entidad lineal, tenderemos fácilmente a describirla como un proceso irreversible que debe continuar imperativamente y no retroceder. La obsolescencia programada es algo similar que impone a cada objeto o concepto una vida limitada destinándola a volverse obsoleta. La definición de este último término potencia su razón de ser en el seno de una sociedad de consumo capitalista: introduce de hecho la noción de cultura "disponible"; en nuestra práctica de acumular y desechar, las escalas se elevan hasta tal punto que la inversión del proceso se hace imposible. El glaciólogo Claude Lorius afirma de manera convincente que acabamos de entrar en una nueva era, el Antropoceno, en la cual el medioambiente ya no puede evolucionar siguiendo su ritmo natural sino al contrario, según un ritmo artificialmente acelerado. Los cambios que se producen a nivel cultural o geográfico — ¿es posible aún convocar el orden natural? — son las resultantes de procesos ciclicamente ascendentes y decrecientes. En un artículo escrito en 1932, Bernard London afirmaba que la sóla forma en la que los Estados Unidos encontraría una solución a la Gran Depresión sería creando productos con una vida limitada, y aumentando así el consumo.

La saturación de datos y de información que soportes cada vez más desmaterializados nos transmiten, participa hoy en día en una estrategia uniformadora de la actualidad. Haciendo uso de la acumulación incesante para enmascarar la univocidad por la que se impone a la creencia colectiva, ésta última, converge en lo que Jean Baudrillard entiende por "la desaparición de la realidad". Esta constelación inhabitable donde ningún intersticio, ningún espacio de confrontación, de diálogo o de contradicción son imaginables, superpone a la percepción de la realidad, la autoridad indiscutible de su simulacro.

Esos intersticios de la realidad que nos pertenecen a todos a fin de cuentas, están hoy desdibujados ero latentes. Sólo asumiendo la incidencia que ese simulacro tiene sobre la realidad seremos capaces de apropiárnoslos. La emancipación personal exige el filtro y el espejo colectivo de una sociedad, gracias al cual podríamos considerar, en eco a las ideas de Georges Sorel, que la "revolución personal" pasa inevitablemente por la creación de un fantasma de algo mejor hacia la cual construir y por la que batirse, todos juntos. Podríamos aquí inspirarnos en Michel de Certeau y su tentativa de revalorizar la cotidianidad revelando las potencialidades ocultas de todo acto enunciativo para así hacer frente a escala personal, a la biopolítica del occidente contemporáneo.

Consumos perpetuos de un instante que paradójicamente se degrada incluso antes de advenir, los gestos, que por extensión acompasan nuestra aprehensión de la realidad, parecen arrastrar como una reverberación inquietante, la traza de una relación a un mundo donde la reciprocidad esta definitivamente ausente. Esta deflagración constante de la apreciación del presente convoca, como un resorte esencial, una velocidad exponencial resultante de una aceleración del tiempo que se demuestra estratégica si escuchamos las consideraciones que destaca por Paul Virilio en su teoría de la "dromología". Siguiendo la dirección que abre tal perspectiva, no parece totalmente absurdo imaginar una inversión paradójica del transcurso de las cosas, del sentido lineal que hasta ahora legitimaba la historia ¿Y si fuésemos tributarios del futuro y no del pasado? ¿Acaso no es la realidad, esta promesa perpetuamente en diferido y, retomando el titulo de un ensayo de Pierre Bayard, un plagio por anticipación? Una cosa es cierta: la realidad plagia la ficción. Oscar Wilde nos enseñó que "La vida imita al arte y no al contrario" tal y como lo postulaba, desde hace siglos, la tradición artística occidental basándose en la autoridad del concepto de mímesis. Si seguimos esta herencia, parece lógico pensar que al mundo le valdría la pena pararse cada 4 minutos 33 segundos aunque solo sea para reservar un entremés al silencio... Los gestos, así como los relatos que construímos simulan una historia que parece ya haber sido escrita. Pero ¿de que relato en órbita conmemora nuestro presente el recuerdo?

La entropía, esa ley de la termodinámica, revela que el tiempo consagra una trayectoria en dirección única que hace irreversible el proceso de transformación de la energía. De hecho, impone a la degradación progresiva de todos los sistemas, una irreversibilidad natural. Allí donde el efecto que el tiempo inscribe inevitablemente en el núcleo de desarrollo de todas las cosas inspiró a Robert Smithson obras estrechamente ligadas a la evolución del medioambiente en el que tienen lugar, la mecánica de la perención planificada y generalizada prohibe en adelante esta posibilidad. La inundación de productos nuevos y mejores induce una acumulación constante de bienes materiales donde la obsolescencia programada, en el seno de la sociedad capitalista de consumo, resulta incontestable, se da por sentada. Esta serie de procesos sistemáticos se presta a lo que Robert Smithson comprendía dentro del concepto de entropía. Y esto quizás, porque atestigua un proceso artificial que difiere constantemente, por el eterno retorno a "lo mismo", el término de nuestra confrontación al otro, al mundo y por extensión, al ciclo natural de la evolución de las cosas cuyo curso fijamos.

El lance artificial del crecimiento incontrolado, ayudándose de la obsolescencia programada, construye entorno a nosotros un universo de tecnologías cada vez más miniaturizadas y un bosque de objetos imperecederos en tanto que siempre reactualizables con versiones perfeccionadas, lo que nos reconforta en nuestras disimuladas aspiraciones de vida eterna y preconiza el espejismo de una sublimación inconsistente de la información. La muerte se excluye por ilógica y la vida es impulsada fuera del ciclo de la decadencia, perención y regeneración. En nuestro deseo de depurar la vida de su propia finitud, negamos su intercambio con el mundo natural, y la encerramos así en un narcisismo auto-referencial que la desprovee de todo horizonte simbólico.

La superproducción de objetos y la gestión casi imposible de los deshechos de nuestra sociedad de consumo, nos ofrecen el vértigo insostenible de un consumismo al límite de su propria asfixia. Las brechas y las fisuras a través de las cuales infiltrarse para batirse contra esta maquinaria, son cada vez más escasas, y nos ofrecen en muchos aspectos, la imagen de un fatalismo irrevocable. Con fines estratégicos, se hace palpable el espectro de que ya no es posible retro-actuar dentro de esta mecánica. El "eco-ciudadano" traslada su responsabilidad a empresas que tratan sus deshechos. Las inmundicias se descentralizan con fines mercantiles, lo que impide la percepción de la caducidad de nuestras compulsiones entorno a una realidad material convertida en fetiche. Los planteamientos que las utopías de los años 60-70 implementaron con el fin de de romper con la hegemonía de la sociedad occidental parecen hoy en día obsoletos e imposibles de reactivar; pese a ello, hay alternativas que persisten y otras se construyen para desarrollar proyectos al margen del sistema.

"Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma": la perspectiva abierta por Lavoisier en el siglo de las luces constituye, hoy en día, a la imagen de la incompatibilidad perpetua que generaliza el lanzamiento al mercado de software cuyo funcionamiento impone todo el tiempo la renovación de su soporte de lectura, una versión obsoleta, que ningún medio permite actualizar, o peor, reconocer.

A una sociedad donde el conocimiento y el progreso de saber y técnica tienden a descifrar el mundo por medio de grillas de lectura de cuyas leyes nadie es capaz de apropiarse, ha sucedido una sociedad, donde la encriptación perpetua arruina todo leve intento de sentido en el marasmo y la fatalidad de la lectura inmediata de una significación posible.

¿Como entonces habitar la entropía si no por fractura de esta dinámica cerrada que sustenta la negación de todo aquello que nos atañe (un futuro cierto)? La primera fisura comenzaría, quizás, con la reapropiación personal de los factores de pertenencia al colectivo. Así, la vacuidad entre el hombre y su entorno ya no sería un terreno baldío sino que se convertiría en el intersticio de comunicación donde la arborescencia social se podría construir. Es en el día a día donde podemos comenzar este ejercicio porque la ciudad no esta solamente hecha de productos y construcciones: "los verdaderos archivos de la ciudad" son los gestos.

En algún lugar una bombilla reivindica la persistencia de su luz: ¿no es suficiente para alumbrarnos?

28/02/2011

Una bombilla esta encendida.

En alguna parte, algo resiste, algo insiste. Una bombilla ilumina discretamente desde hace mas de un siglo el subsuelo polvoriento de un lugar dedicado a todas las urgencias: el cuartel de bomberos de la ciudad de Livermore en California. Del otro lado del Atlántico, en el teatro del Odeón en París, cada noche, un regidor deja sobre el escenario desnudo lo que, según la jerga técnica teatral conocemos bajo la denominación de "Sirvienta": una bombilla sólidamente enroscada en la cima frágil de un asta.

A primera vista, nada parece vincular la existencia de estos dos faros un tanto anticuados si no es su misma oscuridad que no dejan de contradecir con esta prolongada vigilia. Porque, y esto no sorprenderá a nadie, no es a la luz de su desconcertante longevidad que la bombilla centenaria alumbra su singularidad; solitaria e irónica, su destino es un error de su creación, un olvido... Vestigio incongruente de la revolución que aportó la electricidad, esta bombilla es una superviviente: rescatada por anticipación de la política de la obsolescencia programada que a partir de los años 1930 en USA, impuso a los objetos comercializados por la naciente sociedad de consumo una fecha de perención ineluctable, este frágil resplandor de un destino interrumpido pone de manifiesto con su débil incidencia, la perversidad de una mecánica que en filigrana, hoy, parece regir una gran parte de los gestos de nuestra cotidianidad.

Esta empresa mundial de industrialización del destino de los objetos, porque aumenta a la inversa la escalada del progreso técnico y porque aúna esfuerzos en la programación del deterioro, revela insidiosamente las perspectivas fijadas por una sociedad que reactualiza en permanencia tanto sus productos como sus esperanzas, llevada por el fantasma de una mecánica deliberadamente atemporal, sin ninguna otra trayectoria posible que la de un bucle autoreferencial que gira en el vacío.

El pensamiento económico occidental se ha apropiado ese modelo mecanicista y ha postulado la reiteración infinita de la producción y el consumo en un sistema cerrado y auto-suficiente. El desarrollo sigue su carrera desatendiendo la lección de la segunda ley de la termodinámica: todo proceder que transforma la energía de una forma a otra produce una pérdida en forma de calor, haciendo crecer la parte de energía inutilizable. Las actividades económicas son un agente entrópico que acelera la disipación de energía y agota los recursos no-renovables, quebrando las ambiciones prometeicas del hombre al encuentro de una materialidad que creía controlar. El espacio en el que vivimos es de dimensiones limitadas como lo son también sus capacidades de explotación y de absorción de nuestro impacto sobre el. La carrera del progresso a cualquier precio, que no deja de producir descartes, emprende involuntariamente un camino hacia el aplanamiento final en de la amorfidad y la indiferencia.

En este camino de sentido único hacia la entropía maximal, la naturaleza se muestra capaz de crear estructuras cada vez más complejas, donde el hombre es una de las creaciones más destacadas. Así como reivindicamos con orgullo nuestra elevada posición en una pirámide de la complejida en estado de expansión, aparentemente no somos la cumbre última e infranqueable. Al confrontarnos con la precariedad de una modalidad de existencia que supondría unicamente una de las configuraciones pasajeras de la vida, nuestro orgullo antropocéntrico vacila, hasta tal punto que parece que estableciéramos dispositivos capaces de acelerar nuestra propia desaparición. Conducirnos hacia un porvenir que sea testigo de nuestra presencia supone, por supuesto, buscar en otra parte alternativas y modelos viables.

Es importante constatar desde este punto de vista que la relación con el tiempo, la aprehensión que hoy tenemos del presente, se encuentra considerablemente perturbada. ¿Se puede todavía considerar al tiempo como una dimensión creada por el hombre, que solo existiría en un universo aprehendido por su consciencia? ¿O podría acordarse-le, invirtiendo la situación, un papel de "creador" de estructuras complejas y de posibles, que inscribe al hombre en una corriente de irreversibilidad que le trasciende y donde será hoy uno de los fines? Esta relación se funde en un crisol o mas bien, en un agujero negro, donde la anulación permanente de toda reversibilidad posible consagra el aplanamiento de la realidad.

Y en esta ausencia de relieve, una noción no menos importante aflora de esta geología insospechada: ¿que decir del espacio en una geografía inervada por las redes de comunicación? Lo asemejamos fácilmente a una especie de alambrada flotante sobre cuya superficie estamos conminados a ir de un punto a otro (a esto se resume la ontología del viaje hoy en día) sin dejar realmente nunca y en ninguna parte el recuerdo de un itinerario cualquiera, de una travesía; no obstante, dentro de esta constelación de coordenadas obviamente intercambiables, aún persisten lugares que se apoderan de aquello que comúnmente separa la incidencia tangible de la utopía; estos lugares al margen, definidos por Michel Foucault bajo la denominación de "heterotopías", se revelan como esenciales para toda comunidad en tanto que catalizadores del conjunto de relaciones que se establecen cotidianamente en el seno del espacio social. Ya sea neutralizando, suspendiendo, contradiciendo o invirtiendo la incidencia de sus relaciones, estos umbrales nos invitan a tomar una distancia crucial respeto de los espacios jerarquizados de nuestras arquitecturas culturales dentro de las cuales el "lugar" se convierte generalmente en una cuestión de "sitio". Estos espacios otros que tienen como lugar el tiempo se improvisan como contenedores precarios en teatros, museos, cementerios... Siempre en espacios de tránsito cuya ancla se tira en el corazón de la ciudad pero cuyo barquero se queda del otro lado del espejo, como en suspensión. Lugar del vértigo y vértigo del lugar: desde el Teatro de la memoria concebido en la época renacentista por Giulio Camillo y del cual no guardamos ninguna traza, hasta la Biblioteca de Babel en los pasillos de la cual Jorge Luis Borges se ha sin duda y afortunadamente perdido, el fantasma de un Lugar en donde todos los conocimientos y los relatos vendrían a encallarse, revela la voluntad de dar un cuerpo a la memoria. Un cuerpo que se disuelve en esta corriente imprevisible que el remo de Charón bate cada noche y cuya espuma salpica, al imprevisto, el horizonte sin huída de nuestras certezas.

El glaciólogo Claude Lorius afirma de manera convincente que acabamos de entrar en una nueva era, el Antropoceno, en la cual el medioambiente ya no puede evolucionar siguiendo su ritmo natural sino al contrario, según un ritmo artificialmente acelerado. Los cambios que se producen a nivel cultural o geográfico – ¿es posible aún convocar el orden natural? - son las resultantes de procesos ciclicamente ascendentes y decrecientes.

El espacio público pos-moderno inspiró a Rem Koolhaas su noción de Junkspace. Basándose en la arquitectura de consumo, y sobre todo en los vacíos que esta deja y sus cualidades, nos describe no-lugares desde un punto de vista más antropo-etnológico que arquitectónico. Podríamos definir los lugares antropológicos como aquellos donde podemos reconocernos. Por contraposición, los no-lugares, son espacios sólo concebidos por el progreso, la higienización y la aceleración social, donde lo cotidiano de Michel de Certau ha sido desposeído de toda significación y la única actividad posible es individual y anónima. Así, como en un centro comercial perpetuo, la convivencia cotidiana de esas acciones pseudo-individuales, virtualiza lo real.

La saturación de datos y de información que soportes cada vez más desmaterializados nos transmiten, participa hoy en día en una estrategia uniformadora de la actualidad. Haciendo uso de la acumulación incesante para enmascarar la univocidad por la que se impone a la creencia colectiva, ésta última, converge en lo que Jean Baudrillard entiende por "la desaparición de la realidad". Naomi Klein en su ensayo "La Doctrina del Shock", nos habla del overflow de información y la pérdida de referentes, el deterioro de nuestra aprehensión de la realidad y la degradación de nuestra percepción a través de la estrategia mediatizada del estado de excepción. Este control del corporativismo de los Gobiernos y las Empresas, genera una nueva forma de capitalismo que se sirve de la táctica del desastre, acelerando asi con vehemencia las mutaciones neoliberales de las que necesita el sistema económico para su perpetuación usando la imagen como electroshock para controlar a las masas. Esta constelación inhabitable donde ningún intersticio, ningún espacio de confrontación, de diálogo o de contradicción son imaginables, superpone a la percepción de la realidad, la autoridad indiscutible de su simulacro. Esos intersticios de la realidad que nos pertenecen, están hoy desdibujados pero latentes. Sólo asumiendo la incidencia que ese simulacro tiene sobre la realidad seremos capaces de apropiárnoslos.

La afirmación de la responsabilidad individual en la reformulación del espacio social es crucial: depende en primera instancia de cada uno el tomar consciencia de las lógicas que lo dominan y operar, con una terminología que tomamos prestada de Serge latouche, una "descolonización del imaginario", lo que sería el primer paso para la construcción de una alternativa a la carrera hacia la acumulación. La emancipación personal exige el filtro y el espejo colectivo de una sociedad que necesita imperiosamente, la creación de un fantasma de algo mejor hacia el cual construir y por el cual batirse, todos juntos. Podríamos aquí inspirarnos en Michel de Certeau y su tentativa de revalorizar la cotidianidad revelando las potencialidades ocultas de todo acto enunciativo para asi hacer frente a escala personal, a la biopolítica del occidente contemporáneo.

Una cosa es cierta: la realidad plagia la ficción. Oscar Wilde nos enseñó que "La vida imita al arte y no al contrario" tal y como lo postulaba, desde hace siglos, la tradición artística occidental basándose en la autoridad del concepto de mímesis. Si seguimos esta herencia, parece lógico pensar que al mundo le valdría la pena pararse cada 4 minutos 33 segundos aunque solo sea para reservar un entremés al silencio... Los gestos, así como los relatos que construímos simulan una historia que parece ya haber sido escrita. Pero ¿de que relato en órbita conmemora nuestro presente el recuerdo?

La mecánica de la perención planificada y generalizada atestigua un proceso artificial que difiere constantemente, por el eterno retorno a "lo mismo", el término de nuestra confrontación al otro, al mundo y por extensión, al ciclo natural de la evolución de las cosas cuyo curso fijamos. El lance artificial del crecimiento incontrolado, ayudándose de la obsolescencia programada, construye entorno a nosotros un universo de tecnologías cada vez más miniaturizadas y un bosque de objetos imperecederos en tanto que siempre reactualizables con versiones perfeccionadas, lo que nos reconforta en nuestras disimuladas aspiraciones de vida eterna y preconiza el espejismo de una sublimación inconsistente de la información. La muerte se excluye por ilógica y la vida es impulsada fuera del ciclo de la decadencia, perención y regeneración. En nuestro deseo de depurar la vida de su propia finitud, negamos su intercambio con el mundo natural, y la encerramos así en un narcisismo auto-referencial que la desprovee de todo horizonte simbólico.

La superproducción de objetos y la gestión casi imposible de los deshechos de nuestra sociedad de consumo, nos ofrecen el vértigo insostenible de un consumismo al límite de su propria asfixia. Las brechas y las fisuras a través de las cuales infiltrarse para batirse contra esta maquinaria, son cada vez más escasas, y nos ofrecen en muchos aspectos, la imagen de un fatalismo irrevocable. Con fines estratégicos, se hace palpable el espectro de que ya no es posible retro-actuar dentro de esta mecánica. El "eco-ciudadano" traslada su responsabilidad a empresas que tratan sus deshechos. Las inmundicias se descentralizan con fines mercantiles, lo que impide la percepción de la caducidad de nuestras compulsiones entorno a una realidad material convertida en fetiche.

Este ejemplo de los residuos del consumo que liberamos y ocultamos estratégicamente, señala la disolución de la responsabilidad individua en el seno del colectivo, lo que alienta implícitamente el hecho de que nos pase desapercibido nuestro propio impacto. Lo que también revela esta cuestión, es que la gestión a gran escala de tratamiento de desechos es casi imposible. Re-cuestionar las lógicas económicas que han engendrado implícitamente esas mutaciones, que desde los años 30 hasta las "Trente Glorieuses" sostendrán un consumismo exuberante y agotarán los recursos naturales, deben ser objeto hoy en día de una reflexión en tela de fondo de nuestra cotidianidad que desbloquee esta obcecación. La reivindicación a incorporar aquí es seguramente la de iniciar la emancipación individual con el fin de relevar e infundir en el seno de la comunidad alternativas posibles. Los planteamientos que las utopías de los años 60-70 implementaron con el fin de romper con la hegemonía de la sociedad occidental parecen hoy en día obsoletos e imposibles de reactivar; pese a ello, hay alternativas que persisten y otras se construyen para desarrollar proyectos al margen del sistema.

A una sociedad donde el conocimiento y el progreso de saber y técnica tienden a descifrar el mundo por medio de grillas de lectura de cuyas leyes nadie es capaz de apropiarse, ha sucedido una sociedad, donde la encriptación perpetua arruina todo leve intento de sentido en el marasmo y la fatalidad de la lectura inmediata de una significación posible.

¿Como entonces habitar la entropía si no por fractura de esta dinámica cerrada que sustenta la negación de todo aquello que nos atañe (un futuro cierto)? Queremos afirmar el movimiento de la vida en lugar de negarlo, a imagen de la durabilidad de los ecosistemas naturales que estan reglados por procesos cíclicos. El físico Fritjof Capra de inspira en la enumeración de los principios que las comunidades deberían seguir a fin de contrastar las irresponsables y ruinosas tendencias dominantes. La primera fisura comenzaría, quizás, con la reapropiación personal de los factores de pertenencia al colectivo. Así, la vacuidad entre el hombre y su entorno ya no sería un terreno baldío sino que se convertiría en el intersticio de comunicación donde la arborescencia social se podría construir. El espacio público supera el lugar público: en absoluto, es nuestro posible intersticio relacional. En nuestra sobremodernidad, el mercantilismo capitalista y la política uniformadora atizan el individualismo y en un escenario donde todo vale, el espacio público se desvanece. Es en el día a día donde podemos comenzar este ejercicio porque la ciudad no esta solamente hecha de productos y construcciones: "los verdaderos archivos de la ciudad" son los gestos.

En algún lugar una bombilla reivindica la persistencia de su luz.

Y el halo de luz que esta dispensa en el interior de la sala apagada, a la vez con reserva y convicción, tiene como función velar el decorado durmiente que la noche teatral, este entremés mudo entre ambas orillas (la de la actuación y la del olvido), petrifica en una suspensión provisional. Lo que garantiza esta Sirvienta, además de la noche que vela por una próxima representación, tiene que ver con la continuidad simbólica, con un relevo de presencias que mantiene vivo pese a su débil incidencia, un poco como lo perpetuaban las llamas encendidas en los santuarios de la antigüedad. Gracias a su humildad y a su aparente insignificancia, esta Vestal anacrónica preserva un destello esencial dentro del hogar de nuestros sueños : esta que, milenaria, releva el milagro de nuestra presencia sobre este otro peculiar escenario que es el mundo.

14/03/2011

Una bombilla esta encendida. En alguna parte, algo resiste, algo insiste. Una bombilla ilumina discretamente desde hace mas de un siglo: el cuartel de bomberos de la ciudad de Livermore en California. Del otro lado del Atlántico, en el teatro del Odeón en París, cada noche, un regidor deja sobre el escenario desnudo lo que, según la jerga técnica teatral conocemos bajo la denominación de "Sirvienta": una bombilla sólidamente enroscada en la cima frágil de un asta.

A primera vista, nada parece vincular la existencia de estos dos faros si no es su misma oscuridad que no dejan de contradecir con esta prolongada vigilia. Vestigio incongruente de la revolución que aportó la electricidad, la bombilla centenaria es una superviviente: rescatada por anticipación de la política de la obsolescencia programada que a partir de los años 1930 en USA, impuso a los objetos comercializados por la naciente sociedad de consumo una fecha de perención ineluctable, pone de manifiesto con su débil incidencia, la perversidad de una mecánica que hoy parece regir una gran parte de los gestos de nuestra cotidianidad.

La empresa mundial de industrialización del destino de los objetos revela las perspectivas fijadas por una sociedad que no reutiliza sino que reactualiza en permanencia tanto sus productos como sus espacios y sus esperanzas, llevada por una mecánica deliberadamente atemporal, sin ninguna otra trayectoria posible que la de un bucle que gira en el vacío.

El pensamiento económico occidental se ha apropiado ese modelo mecanicista y ha postulado la reiteración infinita de la producción y el consumo en un sistema cerrado y auto-suficiente. Las actividades económicas son un agente entrópico que acelera la disipación de energía y agota los recursos no-renovables, quebrando las ambiciones prometeicas del hombre al encuentro de una materialidad que creía controlar. La carrera del progresso a cualquier precio, que no deja de producir descartes, emprende involuntariamente un camino hacia el aplanamiento final en de la amorfidad y la indiferencia.

Desde finales del siglo XVIII, coincidiendo con la revolución industrial, la influencia creciente de la acción humana sobre el medio ambiente desvió el curso climático y alteró rápidamente los equilibrios de una tierra que hemos explotado sin preocuparnos en exceso de sus umbrales de tolerancia. El impacto antrópico sobre la superficie terrestre así como sobre la atmósfera, el agua y los ecosistemas es comparable al de las más potentes fuerzas naturales, capaces de producir efectos a escala global y de acelerar la progresión de los tiempos geológicos. A ese propósito, el glaciólogo Claude Lorius afirma que hemos abandonado los 10.000 años del Oloceno, y que acabamos de entrar en una nueva era, el Antropoceno, en la cual el medioambiente ya no puede evolucionar siguiendo su ritmo natural sino al contrario, según un ritmo artificialmente acelerado.

Así como reivindicamos nuestra elevada posición en una pirámide de la complejidad en estado de expansión, aparentemente no somos la cumbre última. El tiempo inscribe al hombre en una corriente de irreversibilidad que le trasciende y donde será hoy uno de los fines: así, nuestro orgullo antropocéntrico vacila, hasta tal punto que parece que estableciéramos dispositivos capaces de acelerar nuestra propia desaparición. Conducirnos hacia un porvenir que sea testigo de nuestra presencia supone, por supuesto, buscar en otra parte alternativas y modelos viables.

La mecánica de la perención generalizada atestigua un proceso artificial que difiere constantemente, por el eterno retorno a "lo mismo", el término de nuestra confrontación al otro, al mundo y por extensión, al ciclo natural de la evolución de las cosas cuyo curso fijamos. El lance artificial del crecimiento incontrolado, construye entorno a nosotros un universo de tecnologías cada vez más miniaturizadas y un bosque de objetos imperecederos en tanto que siempre reactualizables, lo que nos reconforta en nuestras mal disimuladas aspiraciones de perennidad. En nuestro deseo de depurar la vida de su propia finitud, negamos su intercambio con el mundo natural, y la encerramos así en un narcisismo auto-referencial que la desprovee de todo horizonte simbólico.

Desde este punto de vista, la aprehensión que hoy tenemos del presente, se encuentra considerablemente perturbada. Ésta se funde en un crisol o mas bien, en un agujero negro, donde la anulación permanente de toda reversibilidad posible consagra el aplanamiento de la realidad.

¿Y que decir del espacio en esta ausencia de relieve inervada por las redes de comunicación? Lo asemejamos fácilmente a una especie de alambrada flotante sobre cuya superficie estamos conminados a ir de un punto a otro sin dejar realmente nunca y en ninguna parte el recuerdo de una travesía cualquiera; no obstante, aún persisten lugares que se apoderan de aquello que comúnmente separa la incidencia tangible de la utopía: estos lugares al margen, definidos por Michel Foucault bajo la denominación de "heterotopías", se revelan como esenciales para toda comunidad. Ya sea neutralizando, suspendiendo, contradiciendo o invirtiendo la relación a la obra en el espacio social, estos umbrales nos invitan a tomar una distancia crucial respeto de los espacios jerarquizados de nuestras arquitecturas culturales. Estos espacios otros que tienen como lugar el tiempo se improvisan como contenedores precarios en teatros, museos, cementerios... siempre en espacios de tránsito. Lugar del vértigo y vértigo del lugar: desde el Teatro de la memoria a la Biblioteca de Babel, el fantasma de un Lugar en donde todos los conocimientos y los relatos vendrían a encallarse, revela la voluntad de dar un cuerpo a la memoria. Un cuerpo que se disuelve en esta corriente imprevisible que el remo de Charón bate cada noche y cuya espuma salpica, al imprevisto, el horizonte sin huída de nuestras certezas.

Pletóricas fueron en la historia las ambiciones de delimitar, ordenar y dominar este absoluto del espacio que abarca la memoria. Y mas numerosas todavía, aunque a veces estrafalarias, sus proyecciones imaginarias. En la antigüedad, el Arte de la memoria era una técnica vinculada a un ineludible ejercicio de retórica, que permitía a quién la practicaba memorizar una serie considerable (y potencialmente infinita) de palabras y de cosas a través de la proyección ficticia de sus articulaciones dentro de un vagabundeo espacial mental. Asimismo, a la hora de convocar el orden de un discurso o de una sucesión de ideas, bastaba con recorrer en la imaginación esta serie de lugares que se nos hicieron familiares a través del ejercicio, y practicar la lectura. El espacio de exposición tiene que ver con esta travesía mental y con esta inevitable parte de vértigo que lo agrieta a veces con asociaciones inesperadas, con falsos recuerdos así como con la impresión del déjà-vu. El visitante realiza físicamente una deambulación similar a la que efectuaba mentalmente el retórico de la antigüedad pero a esta diferencia, las obras cuya aparición es desgranada por cada sala, dejan de ser signos y se convierten en lenguaje.

El espacio público pos-moderno inspiró a Rem Koolhaas su noción de Junkspace. Basándose en los vacíos emblemáticos que deja la arquitectura de consumo, nos describe no-lugares desde un punto de vista antropo-etnológico. Esos no-lugares, son espacios sólo concebidos por el progreso, la higienización y la aceleración social. En esta aceleración de los ritmos de vida y las mutaciones sociales, a una negación del espacio responde una contradicción del presente, donde el pasado se disuelve al mismo tiempo que su validez y el futuro es en todo momento (ansiosamente) anticipado. El presente y lo cotidiano han sido desposeídon de toda significación y la única actividad posible se vuelve individual y anónima. El espacio público supera el lugar público: nuestra sobremodernidad atiza el individualismo y el espacio público se desvanece.

La gestión urbanística estatal, ha ejercido en las últimas décadas una acción higienista que tiende a uniformizar deliberadamente nuestras ciudades. Como reacción, el arte público señala nuestro papel así como nuestros deberes para con esos espacios, en una tentativa de devolverles su naturaleza de lugares antropológicos. Su acción se encamina a menudo hacia el empoderamiento social, creando espacios de encuentro en ambientes urbanos olvidados por la aceleración del tiempo en el seno de nuestra sociedad. Cabe aquí aún otra reflexión entorno a la noción de espacio público. Éste, lejos de referirse únicamente al espacio físicos, alude igualmente a todos los intersticios espacio-temporales que justamente puedan considerar e públicos. Daniel Andújar, abunda en este sentido ya que hace alusión a problemáticas en relación a la falsa democratización de la información en internet y al carácter a veces inverosímil que alcanza a la propiedad privada.

Dichas reflexiones hacen eco a menudo a lo que llamamos glocal, es decir la globalización vista desde el punto de vista del concepto de la universalización de Zygmunt Bauman, según el cual “actuar” se contextualiza en cualquier caso a nivel local.

¿Como entonces habitar la entropía si no por fractura de esta dinámica cerrada que sustenta la negación de todo aquello que nos atañe (un futuro cierto)? En lugar de negarlo, tomamos la decisión de rehabilitar el movimiento de la vida, a imagen de la durabilidad de los ecosistemas naturales que estan reglados por procesos cíclicos. El físico Fritjof Capra de inspira en la enumeración de los principios que las comunidades deberían seguir a fin de contrastar las irresponsables y ruinosas tendencias dominantes. Interdependencia, colaboración, flexibilidad, diversidad: los ecosistemas se organizan, como si se tratase de una iniciativa colectiva, basándose en esos principios, que son adoptados a fin de asegurar la continuidad de la vida y de sostener a las comunidades en el seno de las cuales haya un justo equilibrio entre una tendencia "autoasertiva", llevando cada elemento a querer conservar su propia autonomía separadora, y una tendencia "integradora" complementaria, según la cual las diferentes partes consienten en integrarse en un sistema mayor cuya trama contribuyen a constituir.

La primera fisura podría comenzar con la reapropiación personal de los factores de pertenencia al colectivo. Así, la vacuidad entre el hombre y su entorno ya no sería un terreno baldío sino que se convertiría en el intersticio de comunicación donde la arborescencia social se podría construir. Es en el día a día donde podemos comenzar este ejercicio porque la ciudad no esta solamente hecha de productos y construcciones: "los verdaderos archivos de la ciudad" son los gestos.

La afirmación de la responsabilidad individual en la reformulación del espacio social es crucial: depende de cada uno el tomar consciencia de las lógicas que lo dominan y operar, con una terminología que tomamos prestada de Serge latouche, una "descolonización del imaginario", lo que sería el primer paso para la construcción de una alternativa a la carrera hacia la acumulación. La emancipación personal exige el filtro y el espejo colectivo de una sociedad que necesita imperiosamente de la creación de un fantasma de algo mejor hacia el cual construir. Podríamos aquí inspirarnos en Michel de Certeau y su tentativa de revalorizar la cotidianidad revelando las potencialidades ocultas de todo acto enunciativo.

La desmaterialización del objeto que surge en un momento político especifico, a lo largo de dos décadas, en el transcurso de las cuales se alzaron voces y se afirmaron perspectivas desencadenando una corriente de liberación sin precedente, infundió nuevas perspectivas a las formas de creación artística. Esta nueva modalidad constituyó para los artistas conceptuales un intento de esquivar el mercado, persiguiendo establecer nuevos modelos de transmisión de las obras dentro de la sociedad de consumo que consagraba el fetichismo del objeto.

La saturación de datos y de información participa hoy en día en una estrategia uniformadora de la actualidad. Naomi Klein en su ensayo "La Doctrina del Shock", nos habla del overflow de información y la pérdida de referentes a través de la estrategia mediatizada del estado de excepción. Este control del corporativismo de los Gobiernos y las Empresas, sirviéndose de la táctica del desastre como electroshock, acelera con vehemencia las mutaciones neoliberales de las que necesita el sistema económico para su perpetuación. Esta constelación inhabitable donde ningún intersticio, ningún espacio de confrontación, de diálogo o de contradicción son imaginables, superpone a la percepción de la realidad, la autoridad indiscutible de su simulacro. Esos intersticios de la realidad que nos pertenecen, están hoy desdibujados pero latentes. Sólo asumiendo la incidencia que ese simulacro tiene sobre la realidad seremos capaces de apropiarnos esos intersticios que están hoy latentes.

La superproducción de objetos y la gestión casi imposible de los deshechos de nuestra sociedad de consumo, nos ofrecen el vértigo insostenible de un consumismo al límite de su propria asfixia. Con fines estratégicos, se hace palpable la eventualidad de no poder retro-actuar dentro de esta mecánica.

Los residuos del consumo que liberamos y ocultamos estratégicamente, señala la responsabilidad individual, lo que alienta implícitamente el hecho de que nos pase desapercibido nuestro propio impacto. Re-cuestionar las lógicas económicas que han engendrado esas mutaciones, deben ser objeto de una reflexión en tela de fondo de nuestra cotidianidad que desbloquee esta obcecación y reivindique la emancipación individual con el fin de relevar e infundir en el seno de la comunidad alternativas posibles. Los planteamientos que las utopías de los años 60-70 implementaron con el fin de romper con la hegemonía de la sociedad occidental parecen imposibles de reactivar; pese a ello, hay alternativas que persisten y se construyen para desarrollar proyectos al margen del sistema.

Una cosa es cierta: la realidad plagia la ficción. Los gestos, así como los relatos que construímos simulan una historia que parece ya haber sido escrita. ¿Y si fuésemos tributarios no del pasado sino más bien del avenir? La realidad que experimentamos como promesa perpetuamente diferida no es, por retomar el título de una obra de Pierre Bayard, un plagio por anticipación? Pero ¿de que relato en órbita conmemora nuestro presente el recuerdo?

En algún lugar una bombilla reivindica la persistencia de su luz.

La luz es el tiempo, si tenemos en cuenta el horizonte que abren las consideraciones astrofísicas. Y un cuerpo, cualquiera que sea, emite luz solo porque esta consumiéndose, porque esta desapareciendo. La luz significa esa desaparición que se obra. La luz hace visible lo que esta a punto de dejar de serlo.

Y no obstante, paradójicamente, lo que garantiza esta Sirvienta tiene que ver con la continuidad simbólica, con un relevo de presencias que mantiene vivo pese a su débil incidencia, un poco como lo perpetuaban las llamas encendidas en los santuarios de la antigüedad. Esta Vestal anacrónica preserva un destello: esta que, milenaria, releva el milagro de nuestra presencia sobre este otro escenario que es el mundo.

28/03/2011

Una bombilla esta encendida. En alguna parte, algo resiste, algo insiste. Una bombilla ilumina discretamente desde hace mas de un siglo el cuartel de bomberos de la ciudad de Livermore en California. Del otro lado del Atlántico, en el teatro del Odeón en París, cada noche, un regidor deja sobre el escenario desnudo lo que, según la jerga técnica teatral conocemos bajo la denominación de "Sirvienta": una bombilla sólidamente enroscada en la cima frágil de un asta.

A primera vista, nada parece vincular la existencia de estos dos faros si no es su misma oscuridad que no dejan de contradecir con esta prolongada vigilia. Vestigio incongruente de la revolución que aportó la electricidad, la bombilla centenaria es una superviviente: rescatada por anticipación de la política de la obsolescencia programada que a partir de los años 1930 en USA, impuso a los objetos comercializados por la naciente sociedad de consumo una fecha de perención ineluctable, pone de manifiesto con su débil incidencia, la perversidad de una mecánica que hoy parece regir una gran parte de los gestos de nuestra cotidianidad.

La empresa mundial de industrialización del destino de los objetos revela las perspectivas fijadas por una sociedad llevada a la reiteración infinita de la producción y el consumo, sin ninguna otra trayectoria posible que la de un bucle que gira en el vacío. Las actividades económicas son un agente entrópico que acelera la disipación de energía y agota los recursos no-renovables, quebrando las ambiciones prometeicas del hombre al encuentro de una materialidad que creía controlar. La carrera del progreso a cualquier precio, que no deja de producir descartes, engendra un aplanamiento que tiende a la amorfidad y la indiferencia. Podríamos decir más, la influencia creciente de la acción humana sobre el medio ambiente alteró rápidamente los equilibrios de una tierra que hemos explotado sin preocuparnos en exceso de sus umbrales de tolerancia. El impacto antrópico a escala global ha acelerado la progresión de los tiempos geológicos, hasta hacernos entrar en una nueva era: el Antropoceno.

El lance artificial del crecimiento incontrolado, construye entorno a nosotros un universo de tecnologías cada vez más miniaturizadas y un bosque de objetos imperecederos en tanto que siempre reactualizables, lo que nos reconforta en nuestras mal disimuladas aspiraciones de perennidad. En nuestro deseo de depurar la vida de su propia finitud, negamos su intercambio con el mundo natural, y la encerramos así en un narcisismo auto-referencial que la desprovee de todo horizonte simbólico.

Desde este punto de vista, la aprehensión que hoy tenemos del presente, se encuentra considerablemente perturbada. Ésta se funde en un crisol o mas bien, en un agujero negro, donde la anulación permanente de toda reversibilidad posible consagra el aplanamiento de la realidad.

¿Y que decir del espacio en esta ausencia de relieve inervada por las redes de comunicación? Lo asemejamos fácilmente a una especie de alambrada flotante sobre cuya superficie estamos conminados a ir de un punto a otro sin dejar realmente nunca y en ninguna parte el recuerdo de una travesía cualquiera.

La gestión urbanística estatal, ha ejercido en las últimas décadas una acción que tiende deliberadamente a la uniformización. Los vacíos emblemáticos que deja la arquitectura de consumo son espacios sólo concebidos por el progreso, la higienización y la aceleración social. En esta aceleración de los ritmos de vida y las mutaciones sociales, a una negación del espacio responde una contradicción del presente, donde el pasado se disuelve al mismo tiempo que su validez y el futuro es en todo momento (ansiosamente) anticipado. El presente y lo cotidiano han sido desposeídos de toda significación y la única actividad posible se vuelve individual y anónima.

Aún persisten lugares que se apoderan de aquello que comúnmente separa la incidencia tangible de la utopía: estos lugares al margen, definidos por Michel Foucault bajo la denominación de "heterotopías", se revelan como esenciales para toda comunidad. Estos espacios otros que tienen como lugar el tiempo neutralizan, suspenden, contradicen o invierten la relación a la obra en el espacio social.

¿Como entonces habitar la entropía si no por fractura de esta dinámica cerrada que sustenta la negación de todo aquello que nos atañe (un futuro cierto)? El físico Fritjof Capra enumera los principios que las comunidades deberían seguir a fin de contrastar las irresponsables y ruinosas tendencias dominantes: interdependencia, colaboración, flexibilidad, diversidad. A imagen de los ecosistemas naturales, la colectividad debería asegurar un justo equilibrio entre una tendencia "autoasertiva", llevando a cada uno a querer conservar su propia autonomía separadora, y una tendencia "integradora" complementaria, según la cual las diferentes individuos consienten en integrarse en un sistema mayor cuya trama contribuyen a constituir.

Un primer paso consistiría en que cada uno se reapropiase de los factores de pertenencia al colectivo. Así, el sentimiento de vacuidad entre el hombre y su entorno ya no sería un terreno baldío sino que se convertiría en el intersticio de comunicación donde la arborescencia social se podría construir. Es en el día a día donde podemos comenzar este ejercicio, inspirándonos en Michel de Certeau y su tentativa de revalorizarlo, revelando las potencialidades ocultas de todo acto enunciativo, porque la ciudad no esta solamente hecha de productos y construcciones: "los verdaderos archivos de la ciudad" son los gestos. La afirmación de la responsabilidad individual en la reformulación del espacio social es crucial: depende de cada uno el tomar consciencia de las lógicas que lo dominan y operar, con una terminología que tomamos prestada de Serge latouche, una "descolonización del imaginario", lo que sería el primer paso para la construcción del fantasma de una alternativa hacia la cual construir.

Una cosa es cierta: la realidad plagia la ficción. Los gestos, así como los relatos que construímos simulan una historia que parece ya haber sido escrita. ¿Y si fuésemos tributarios no del pasado sino más bien del avenir? La realidad que experimentamos como promesa perpetuamente diferida ¿no es, por retomar el título de una obra de Pierre Bayard, un plagio por anticipación? Pero ¿de que relato en órbita conmemora nuestro presente el recuerdo?

En algún lugar una bombilla reivindica la persistencia de su luz.

La luz es el tiempo, si tenemos en cuenta el horizonte que abren las consideraciones astrofísicas. Y un cuerpo emite luz solo porque esta consumiéndose. La luz significa esa desaparición que se obra: ella hace visible lo que esta a punto de dejar de serlo.

Y no obstante, paradójicamente, lo que garantiza esta Sirvienta tiene que ver con la continuidad simbólica, con un relevo de presencias que mantiene vivo pese a su débil incidencia, un poco como lo perpetuaban las llamas encendidas en los santuarios de la antigüedad. Esta Vestal anacrónica preserva un destello: esta que, milenaria, releva el milagro de nuestra presencia sobre este otro escenario que es el mundo.

11/04/2011

Una bombilla esta encendida. En alguna parte, algo resiste, algo insiste. Una bombilla ilumina discretamente desde hace mas de un siglo el cuartel de bomberos de la ciudad de Livermore en California. Del otro lado del Atlántico, en el teatro del Odeón en París, cada noche, un regidor deja sobre el escenario desnudo lo que, según la jerga técnica teatral conocemos bajo la denominación de "Sirvienta": una bombilla sólidamente enroscada en la cima frágil de un asta.

A primera vista, nada parece vincular la existencia de estos dos faros si no es su misma oscuridad que no dejan de contradecir con esta prolongada vigilia. Vestigio incongruente de la revolución que aportó la electricidad, la bombilla centenaria es una superviviente: rescatada por anticipación de la política de la obsolescencia programada que a partir de los años 1930 en USA, impuso a los objetos comercializados por la naciente sociedad de consumo una fecha de perención ineluctable, pone de manifiesto con su débil incidencia, la perversidad de una mecánica que hoy parece regir una gran parte de los gestos de nuestra cotidianidad.

La empresa mundial de industrialización del destino de los objetos revela las perspectivas fijadas por una sociedad llevada a la reiteración infinita de la producción y el consumo, sin ninguna otra trayectoria posible que la de un bucle que gira en el vacío. Las actividades económicas son un agente entrópico que acelera la disipación de energía y agota los recursos no-renovables, quebrando las ambiciones prometeicas del hombre al encuentro de una materialidad que creía controlar. La carrera del progreso a cualquier precio, que no deja de producir descartes, engendra un aplanamiento que tiende a la amorfidad y la indiferencia. Podríamos decir más, la influencia creciente de la acción humana sobre el medio ambiente alteró rápidamente los equilibrios de una tierra que hemos explotado sin preocuparnos en exceso de sus umbrales de tolerancia. El impacto antrópico a escala global ha acelerado la progresión de los tiempos geológicos, hasta hacernos entrar en una nueva era: el Antropoceno.

El lance artificial del crecimiento incontrolado, construye entorno a nosotros un universo de tecnologías cada vez más miniaturizadas y un bosque de objetos imperecederos en tanto que siempre reactualizables, lo que nos reconforta en nuestras mal disimuladas aspiraciones de perennidad. En nuestro deseo de depurar la vida de su propia finitud, negamos su intercambio con el mundo natural, y la encerramos así en un narcisismo auto-referencial que la desprovee de todo horizonte simbólico.

Desde este punto de vista, la aprehensión que hoy tenemos del presente, se encuentra considerablemente perturbada. Ésta se funde en un crisol o mas bien, en un agujero negro, donde la anulación permanente de toda reversibilidad posible consagra el aplanamiento de la realidad.

¿Y que decir del espacio en esta ausencia de relieve inervada por las redes de comunicación? Lo asemejamos fácilmente a una especie de alambrada flotante sobre cuya superficie estamos conminados a ir de un punto a otro sin dejar realmente nunca y en ninguna parte el recuerdo de una travesía cualquiera.

La gestión urbanística estatal, ha ejercido en las últimas décadas una acción que tiende deliberadamente a la uniformización. Los vacíos emblemáticos que deja la arquitectura de consumo son espacios sólo concebidos por el progreso, la higienización y la aceleración social. Se establecen relaciones inversamente proporcionales, y una aceleración extrema del tiempo induce una constricción última del espacio. En esta aceleración de los ritmos de vida y las mutaciones sociales, a una negación del espacio responde una contradicción del presente, donde el pasado se disuelve al mismo tiempo que su validez y el futuro es en todo momento (ansiosamente) anticipado. Somos los autores y actores de una representación del presente; en ese escenario, una sociedad sostenible (se emplea aquí este término en una acepción más amplia que la estrictamente económica) no parece posible, por el hecho de que lo cotidiano ha sido desposeído de toda significación y la única actividad posible se vuelve individual y anónima. Una ficción diáfana se instala, y nos sumerge en la inconsciencia de nuestra repercusión, y así, la escritura y el borrado de la historia se llevan a cabo en un mismo lance.

Aún persisten lugares que se apoderan de aquello que comúnmente separa la incidencia tangible de la utopía: estos lugares al margen, definidos por Michel Foucault bajo la denominación de "heterotopías", se revelan como esenciales para toda comunidad. Estos espacios otros que tienen como lugar el tiempo neutralizan, suspenden, contradicen o invierten la relación a la obra en el espacio social.

¿Como entonces habitar la entropía si no por fractura de esta dinámica cerrada que sustenta la negación de todo aquello que nos atañe (un futuro cierto)? El físico Fritjof Capra enumera los principios que las comunidades deberían seguir a fin de contrastar las irresponsables y ruinosas tendencias dominantes: interdependencia, colaboración, flexibilidad, diversidad. A imagen de los ecosistemas naturales, la colectividad debería asegurar un justo equilibrio entre una tendencia "autoasertiva", llevando a cada uno a querer conservar su propia autonomía separadora, y una tendencia "integradora" complementaria, según la cual las diferentes individuos consienten en integrarse en un sistema mayor cuya trama contribuyen a constituir.

Un primer paso consistiría en que cada uno se reapropiase de los factores de pertenencia al colectivo. Así, el sentimiento de vacuidad entre el hombre y su entorno ya no sería un terreno baldío sino que se convertiría en el intersticio de comunicación donde la arborescencia social se podría construir. Es en el día a día donde podemos comenzar este ejercicio, inspirándonos en Michel de Certeau y su tentativa de revalorizarlo, revelando las potencialidades ocultas de todo acto enunciativo, porque la ciudad no esta solamente hecha de productos y construcciones: "los verdaderos archivos de la ciudad" son los gestos. El mundo es una figura de geometría variable así como parametrizada, toda alteración de uno de sus parámetros tiene una acción directa sobre el conjunto. Nosotros establecemos sus variables, de la misma manera que cambiamos la geometría cuando los modificamos. Es por eso que la afirmación de la responsabilidad individual en la reformulación del espacio social es crucial: depende de cada uno el tomar consciencia de las lógicas que lo dominan y operar, con una terminología que tomamos prestada de Serge latouche, una "descolonización del imaginario", lo que sería el primer paso para la construcción del fantasma de una alternativa hacia la cual construir.

Una cosa es cierta: la realidad plagia la ficción. Los gestos, así como los relatos que construímos simulan una historia que parece ya haber sido escrita. ¿Y si fuésemos tributarios no del pasado sino más bien del avenir? La realidad que experimentamos como promesa perpetuamente diferida ¿no es, por retomar el título de una obra de Pierre Bayard, un plagio por anticipación? Pero ¿de que relato en órbita conmemora nuestro presente el recuerdo?

En algún lugar una bombilla reivindica la persistencia de su luz.

La luz es el tiempo, si tenemos en cuenta el horizonte que abren las consideraciones astrofísicas. Y un cuerpo emite luz solo porque esta consumiéndose. La luz significa esa desaparición que se obra: ella hace visible lo que esta a punto de dejar de serlo.

Y no obstante, paradójicamente, toda cosa en curso de desaparición alumbra indefectiblemente su vitalidad intrínseca: una extinción semejante revela un proceso de transformación que se obra y atesta un movimiento de renovación esencial, aunque no sin pagar el precio de una destrucción. La verdadera muerte se sitúa ahí donde la fijación estéril condena a una existencia a la pura reiteración de lo mismo, donde la univocidad de sentido impide cualquier desplazamiento o variación. Es así que el porvenir puede volverse obsoleto, casi innecesario, superfluo.

“La materia es ciega” a proximidad del equilibrio, escribe Prigogine; no es capaz de percibir aquello que le es contiguo y que consecuentemente se le parece. Llevada de una especie de temporalidad congelada, se encuentra en la imposibilidad de adquirir nuevas propiedades y de experimentar configuraciones inéditas. Son la inestabilidad, el desequilibrio, las fluctuaciones, con la imprevisibilidad que les es inherente, los que permiten correlaciones inusitadas y eminentemente creativas, añadiendo ruido extrínseco y fecundo a un sistema anteriormente cerrado en su determinismo.

La materia es ciega y nuestra mirada con ella, esto, tanto más porque no sólo existe lo visible: la astrofísica confirma que lo visible sólo es el espectro diáfano de lo que existe. El ojo humano no es de hecho sensible mas que a las ínfimas tonalidades del rayo electromagnético. La mayor parte de la materia es invisible. Sólo es visible, en negativo, la sombra que produce la transformación de las cosas. La materia “negra” que absorbe toda luz y de la que casi la totalidad de nuestro universo estaría constituido en un 99%, resta indiscernible y sin medida posible: su presencia no se revela sino a través de la atracción gravitacional que ejerce sobre la materia visible de los astros y las galaxias.

Si un escenario, cualquiera que sea su aval, preside el curso de las cosas, baraja sus cartas en permanencia. El sentido sólo se alcanza en el mismo momento en el que se desvanece. Y necesitamos jugar de nuevo, reordenar las cartas, deshechando algunas para acoger otras nuevas. Porque el juego no tiene fin.

El escenario inmutable de la significación es en todo momento perturbado por un movimiento perpetuo de reconstitución de su heterogeneidad estructural. Vía la desaparición, la realidad puede así reencender su propia reinvención.

Lo que garantiza esta Sirvienta tiene que ver con la continuidad simbólica, con un relevo de presencias que mantiene vivo pese a su débil incidencia, un poco como lo perpetuaban las llamas encendidas en los santuarios de la antigüedad. Esta Vestal anacrónica preserva un destello: esta que, milenaria, releva el milagro de nuestra presencia sobre este otro escenario que es el mundo.

25/04/2011

Una bombilla esta encendida. En alguna parte, algo resiste, algo insiste. Una bombilla ilumina discretamente desde hace mas de un siglo el cuartel de bomberos de la ciudad de Livermore en California. Del otro lado del Atlántico, en el teatro del Odeón en París, cada noche, un regidor deja sobre el escenario desnudo lo que, según la jerga técnica teatral conocemos bajo la denominación de "Sirvienta": una bombilla sólidamente enroscada en la cima frágil de un asta.

A primera vista, nada parece vincular la existencia de estos dos faros si no es su misma oscuridad que no dejan de contradecir con esta prolongada vigilia. Vestigio incongruente de la revolución que aportó la electricidad, la bombilla centenaria es una superviviente: rescatada por anticipación de la política de la obsolescencia programada que a partir de los años 1930 en USA, impuso a los objetos comercializados por la naciente sociedad de consumo una fecha de perención ineluctable, pone de manifiesto con su débil incidencia, una mecánica que hoy parece regir una gran parte de los gestos de nuestra cotidianidad.

La empresa mundial de industrialización del destino de los objetos revela las perspectivas fijadas por una sociedad llevada a la reiteración infinita de la producción y el consumo, sin ninguna otra trayectoria posible que la de un bucle que gira en el vacío. Las actividades económicas son un agente entrópico que acelera la disipación de energía y agota los recursos no-renovables, quebrando las ambiciones prometeicas del hombre al encuentro de una materialidad que creía controlar. La carrera del progreso a cualquier precio, que no deja de producir descartes, engendra un aplanamiento que tiende a la amorfidad y la indiferencia. Podríamos decir más, la influencia creciente de la acción humana sobre el medio ambiente alteró rápidamente los equilibrios de una tierra que hemos explotado sin preocuparnos en exceso de sus umbrales de tolerancia. El impacto antrópico a escala global ha acelerado la progresión de los tiempos geológicos, hasta hacernos entrar en una nueva era: el Antropoceno.

El lance artificial del crecimiento incontrolado, construye entorno a nosotros un universo de tecnologías cada vez más miniaturizadas y un bosque de objetos imperecederos en tanto que siempre reactualizables, lo que nos reconforta en nuestras mal disimuladas aspiraciones de perennidad. En nuestro deseo de depurar la vida de su propia finitud, negamos su intercambio con el mundo natural, y la encerramos así en un narcisismo auto-referencial que la desprovee de todo horizonte simbólico.

La sobreabundancia de información y la manipulación mediática que acompaña la generación de imágenes nos impiden distinguir entre verdadero y falso. En su obra “La precesión de los simulacros”, Baudrillard nos explica como la imagen de la realidad que nosotros mismos creamos desplaza a la propia realidad sin que los individuos lo percibamos. En la sociedad del simulacro, la imagen, la copia, ha suplantado al objeto. La realidad la valida una imagen, pero, ¿Podemos escribir la historia con imágenes?. Por otra parte, este escenario induce una falta de criterio y adecuación en nuestra aprehensión del entorno. Nuestra apreciación de la realidad no es justa porque está fuera de escala; podríamos asemejarla a la observación microscópica de Heisenberg, que como la mirada del Basilisco, puede distorsionar o incluso matar lo observado cuando la fijación sobre el detalle no nos deja ver la globalidad del conjunto.

Desde este punto de vista, la aprehensión que hoy tenemos del presente, se encuentra considerablemente perturbada. Ésta se funde en un crisol o mas bien, en un agujero negro, donde la anulación permanente de toda reversibilidad posible consagra el aplanamiento de la realidad. Nuestro presente intenta cristalizarse en el aquí y ahora de una experiencia invariablemente actualizada; nada parece poder sedimentarse en la precariedad de un momento transitorio y fragmentario que sólo tiene una memoria a corto plazo de lo que necesitamos para avanzar instante tras instante.

¿Y que decir del espacio en esta ausencia de relieve enervada por las redes de comunicación? Cada vez es más fácil y más rápido movernos, sea física o figuradamente, en compañías low-cost o con mayor ancho de banda. El espacio se asemeja pues fácilmente, a una especie de alambrada flotante sobre cuya superficie estamos conminados a ir de un punto a otro sin dejar realmente nunca y en ninguna parte el recuerdo de una travesía cualquiera.

Se establecen relaciones inversamente proporcionales, y una aceleración extrema del tiempo induce una constricción última del espacio. En la aceleración generalizada de los ritmos de vida y las mutaciones sociales, a una negación del espacio responde una contradicción del presente, donde el pasado se disuelve al mismo tiempo que su validez y el futuro es en todo momento (ansiosamente) anticipado. Somos los autores y actores de una representación del presente; en ese escenario, una sociedad sostenible (se emplea aquí este término en una acepción más amplia que la estrictamente económica) no parece posible, por el hecho de que lo cotidiano ha sido desposeído de toda significación y la única actividad posible se vuelve individual y anónima. Una ficción diáfana se instala, y nos sumerge en la inconsciencia de nuestra repercusión, y así, la escritura y el borrado de la historia se llevan a cabo en un mismo lance.

¿Como entonces habitar la entropía si no por fractura de esta dinámica cerrada que sustenta la negación de todo aquello que nos atañe (un futuro cierto)?

Un primer paso consistiría en que cada uno se reapropiase de los factores de pertenencia al colectivo. Así, el sentimiento de vacuidad entre el hombre y su entorno ya no sería un terreno baldío sino que se convertiría en el intersticio de comunicación donde la arborescencia social se podría construir. Es en el día a día donde podemos comenzar este ejercicio, porque la ciudad no esta solamente hecha de productos y construcciones: "los verdaderos archivos de la ciudad" son los gestos. Gestos inefables que a veces no se inscriben en ninguna parte y que sólo la memoria de algunos repatrian del olvido. La tradición oral y todas las culturas vernaculares que atraviesa, están hoy en día en el centro de una polémica entorno a lo que la Unesco ha llamado, a falta de precisión y a la fortuna de la antítesis que el aforismo latino “Verba volant, scripta manent” (Las palabras vuelan, los escritos quedan) instala en la tradición de nuestro pensamiento como una inscripción performativa, “la salvaguarda del Patrimonio Inmaterial”. ¿Cómo archivar aquello que, ontológicamente, escapa a toda modalidad de conservación? Finalmente, es una falsa cuestión que sólo la ideología del patrimonio, tal y como se ha concebido en occidente, autoriza.

Contrariamente al texto inmóvil, gravado o escrito, la oralidad establece una memoria totalmente diferente, viva, transmitida y relevada de boca en boca como la toma de relevo metafórica de la llama olímpica. Florence Dupont insiste con pertinencia en el hecho de que la oralidad es una lengua extranjera a la escritura, y revela que esta distinción ideológica, lejos de ser inocente, opone a propósito lo que sería una “cultura-evento” a una “cultura-monumento”. Así, dice: “El evento establece una situación de enunciación, una fiesta, un ritual de recepción. El monumento es una enunciado autónomo que cada uno puede consumir donde sea, cuando sea, como sea, incluso solo”. En la escritura, el único relevo es la libre interpretación que se deja al lector, y que agotan sin descanso buen número de semiólogos... La obra, en ese sentido, sólo es abierta cuando se transforma: el plagio, la reescritura y tantas modalidades que respetan tal voluntad.

No obstante, una cosa es cierta: la realidad plagia la ficción. Los gestos, así como los relatos que construimos simulan una historia que parece ya haber sido escrita. ¿Y si fuésemos tributarios no del pasado sino más bien del avenir? La realidad que experimentamos como promesa perpetuamente diferida ¿no es un plagio por anticipación? Pero ¿de que relato en órbita conmemora nuestro presente el recuerdo?

En algún lugar una bombilla reivindica la persistencia de su luz.

La luz es el tiempo, si tenemos en cuenta el horizonte que abren las consideraciones astrofísicas. Y un cuerpo emite luz solo porque esta consumiéndose. La luz significa esa desaparición que se obra: ella hace visible lo que esta a punto de dejar de serlo.

Y no obstante, paradójicamente, toda cosa en curso de desaparición alumbra indefectiblemente su vitalidad: una extinción semejante revela un proceso de transformación que se obra y atesta un movimiento de renovación esencial, aunque no sin pagar el precio de una destrucción. La verdadera muerte se sitúa ahí donde la fijación estéril condena a una existencia a la pura reiteración de lo mismo, donde la univocidad de sentido impide cualquier desplazamiento o variación. Es así que el porvenir puede volverse obsoleto, casi innecesario, superfluo.

"La materia es ciega" a proximidad del equilibrio; no es capaz de percibir aquello que le es contiguo y que consecuentemente se le parece. Llevada de una temporalidad congelada, se encuentra en la imposibilidad de adquirir nuevas propiedades y de experimentar configuraciones inéditas. Son la inestabilidad, el desequilibrio, las fluctuaciones, con la imprevisibilidad que les es inherente, los que permiten correlaciones inusitadas y eminentemente creativas, añadiendo ruido extrínseco y fecundo a un sistema anteriormente cerrado en su determinismo.

La materia es ciega y nuestra mirada con ella, esto, tanto más porque no sólo existe lo visible. El ojo humano no es de hecho sensible mas que a las ínfimas tonalidades del rayo electromagnético. La mayor parte de la materia es invisible. Sólo es visible, en negativo, la sombra que produce la transformación de las cosas. La materia "negra" que absorbe toda luz y de la que casi la totalidad de nuestro universo estaría constituido en un 99%, resta indiscernible y sin medida posible: su presencia no se revela sino a través de la atracción gravitacional que ejerce sobre los astros y las galaxias.

Si un escenario preside el curso de las cosas, baraja sus cartas en permanencia. Condenado a hacerse y deshacerse en perpetuidad, el sentido sólo se alcanza en el mismo momento en el que se desvanece. Pero la constante incertidumbre en la que mora ese escenario, así como el precario equilibrio propio a lo que en la tentativa de circunscribirlo, se ha llamado "presente", se vuelven la maquinaria de creación de otros relatos, de otras historias y realidades posibles.

El espacio de significación que nos envuelve, abierto y permeable, no sufre las consecuencias de la ley de la entropía. “Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”, y en ese movimiento efervescente, nada se degrada de manera irreversible. Desde el momento en el que la elaboración de nuevo sentido ha tenido lugar, verdaderas capas se lanzan fuera de este espacio; sin embargo no se pierden para siempre y podrían ser retomadas algún día. Tomando prestada la metáfora del semiólogo Jurij Michajlovič Lotman, esos estratos latentes se sitúan al margen, formando depósitos de sedimentos aparentemente olvidados, que esperan su activación potencial para irrumpir de nuevo en escena. Ese movimiento de intercambio no puede agotarse ni pararse, sólo ser retenido por momentos en configuraciones provisionalmente estables.

No hay continente sin contenido. Por lo tanto, el continente puede redefinir sus límites en permanencia. Cuando este último se convierte en transmisión de lecturas, relatos, imaginarios, se encarna en la relación con el otro fuera de la geografía especificada por el tiempo y el espacio, y el contenido que transporta, lejos de haber desaparecido, fecunda realidades aleatorias, infinitas y anacrónicas, y actualiza ocurrencias igualmente inciertas. En ese sentido, la obra de arte sólo tiene de único lo que provoca de múltiple: las relaciones que entabla, antes de las que seguida y disimuladamente, se borra.

A través de la desaparición y la pérdida, la realidad puede reencender en todo momento su propia reinvención.

Lo que garantiza esta Sirvienta tiene que ver con la continuidad simbólica, con un relevo de presencias que mantiene vivo pese a su débil incidencia, un poco como lo perpetuaban las llamas encendidas en los santuarios de la antigüedad. Esta Vestal anacrónica preserva un destello: esta que, milenaria, releva el milagro de nuestra presencia sobre este otro escenario que es el mundo.

09/05/2011

Una bombilla esta encendida.

Vestigio incongruente de la revolución que aportó la electricidad, la bombilla que ilumina desde hace mas de un siglo el cuartel de bomberos de la ciudad de Livermore en California es una superviviente. Rescatada por anticipación de la política de la obsolescencia programada que a partir de los años 1930 en USA, impuso a los objetos comercializados por la naciente sociedad de consumo una fecha de perención ineluctable, pone de manifiesto una mecánica que hoy parece regir una gran parte de los gestos de nuestra cotidianidad.

La empresa mundial de industrialización del destino de los objetos revela las perspectivas fijadas por una sociedad llevada a la reiteración infinita de la producción y el consumo, sin ninguna otra trayectoria posible que la de un bucle que gira en el vacío. Las actividades económicas son un agente entrópico que acelera la disipación de energía y agota los recursos no-renovables. La carrera del progreso a cualquier precio, que no deja de producir descartes, engendra un aplanamiento que tiende a la amorfidad y la indiferencia.

Por otro lado, la sobreabundancia de información y la manipulación mediática que acompaña la generación de imágenes participan en una estrategia uniformadora de la actualidad, nos impide distinguir entre aquello que es verdad y aquello que sería falso. En la sociedad del simulacro, la imagen – la copia – ha suplantado la realidad. El sistema económico acelera con vehemencia las mutaciones neoliberales de las que necesita para su perpetuación usando la imagen como electroshock para controlar a las masas.

Desde este punto de vista, la aprehensión que hoy tenemos del tiempo, se encuentra considerablemente perturbada. Nuestro presente intenta cristalizarse en el aquí y ahora de una experiencia que de todas maneras es invariablemente actualizada; nada parece poder sedimentarse en la precariedad de un momento transitorio y fragmentario que sólo tiene una memoria a corto plazo de lo que necesitamos para avanzar instante tras instante.

Somos los autores así como los actores de una representación del presente. En ese escenario, una sociedad sostenible no parece posible, por el hecho de que lo cotidiano ha sido desposeído de toda significación y la única actividad posible se vuelve individual y anónima. Una ficción diáfana se instala, y nos sumerge en la inconsciencia de nuestra repercusión, y así, la escritura y el borrado de la historia se llevan a cabo en un mismo lance.

¿Como entonces habitar la entropía si no por fractura de esta dinámica cerrada que sustenta la negación de todo aquello que nos atañe (un futuro cierto)? Un primer paso consistiría en que cada uno se reapropiase de los factores de pertenencia al colectivo. Es en el día a día donde podemos comenzar este ejercicio, porque la ciudad no esta solamente hecha de productos y construcciones: "los verdaderos archivos de la ciudad" son los gestos.

Gestos inefables que no se inscriben en ninguna parte y que sólo la memoria de algunos repatrian del olvido. La tradición oral y las culturas vernaculares están en el centro de una polémica entorno a lo que la Unesco ha llamado “la salvaguarda del Patrimonio Inmaterial”. ¿Cómo archivar aquello que, ontológicamente, escapa a toda modalidad de conservación? Contrariamente a la escritura, la oralidad establece una memoria viva, transmitida y relevada de boca en boca. En el texto inmóvil el único relevo es la libre interpretación que se deja al lector. La obra, en ese sentido, sólo es abierta cuando se transforma: el plagio, la reescritura y tantas modalidades que respetan tal voluntad.

La realidad se entretiene a veces plagiando la ficción. Los gestos, así como los relatos que construimos simulan una historia que parece ya haber sido escrita. ¿Y si fuésemos tributarios no del pasado sino más bien del avenir? La realidad que experimentamos como promesa perpetuamente diferida ¿no es un plagio por anticipación? Pero ¿de que relato en órbita conmemora nuestro presente el recuerdo?

Una cosa es cierta: si un escenario preside el curso de las cosas, baraja sus cartas en permanencia. Condenado a hacerse y deshacerse en perpetuidad, el sentido sólo se alcanza en el mismo momento en el que se desvanece. La constante incertidumbre en la que mora ese escenario, así como el precario equilibrio propio a lo que en la tentativa de circunscribirlo, se ha llamado "presente", se vuelven no obstante la maquinaria de creación de otros relatos, de otras historias y realidades posibles.

El espacio de significación no sufre las consecuencias de la ley de la entropía. “Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”, y en ese movimiento tumultuoso nada se degrada de manera irreversible. Desde el momento en el que la elaboración de nuevo sentido ha tenido lugar, de los estratos latentes se sitúan al margen, formando depósitos de sedimentos aparentemente olvidados, que esperan su activación potencial para irrumpir de nuevo en escena. Inagotable, ese intercambio solo puede captarse a través de configuraciones provisionalmente estables.

En algún lugar una bombilla reivindica no obstante la persistencia de su luz.

Pero un cuerpo emite luz solo porque esta consumiéndose : la luz hace visible lo que esta a punto de dejar de serlo. Paradójicamente, toda cosa en curso de desaparición alumbra indefectiblemente su vitalidad, una extinción semejante revela en si misma un proceso de renovación esencial, aunque no sin pagar el precio de una destrucción. La verdadera muerte se sitúa ahí donde la fijación estéril condena a una existencia a la pura reiteración de lo mismo, donde la univocidad de sentido impide cualquier desplazamiento. Es así que el porvenir puede volverse obsoleto, casi innecesario, superfluo.

A través de la desaparición y la pérdida, la realidad puede reencender su propia reinvención.

En París, en el teatro del Odeón, cada noche un regidor deja sobre el escenario desnudo una "Sirvienta": una bombilla sólidamente enroscada en la cima frágil de un asta. Lo que garantiza esta Sirvienta tiene que ver con la continuidad simbólica, con un relevo de presencias que mantiene vivo pese a su débil incidencia, un poco como lo perpetuaban las llamas encendidas en los santuarios de la antigüedad. Esta Vestal anacrónica preserva un destello: esta que, milenaria, releva el milagro de nuestra presencia sobre este otro escenario que es el mundo.